Una reflexión a partir de El entenado, una novela de Juan José Saer
Por Ricardo Goñi (Colaboración exclusiva para noticiasinanestesia.com.ar)(Secretario de Investigación y Posgrado de la Facultad de Ciencias de la Gestión – UADER)
“Lo peor de la peste no es que mata a los cuerpos, sino que desnuda las almas y ese espectáculo suele ser horroroso”, palabras de Albert Camus citadas de “La Peste” (1947), según circuló en las redes sociales entre abril y mayo pasados. Sin embargo, los estudiosos de Camus sostienen que ese párrafo nunca fue escrito por ese autor, ni en esa novela ni en ninguno de los textos que componen su obra. No obstante, ese fragmento cobra una significativa vigencia en los tiempos que corren, por lo que vale volver a citarlo, más allá de su autoría. Vale la ocasión, en efecto, dado que remite a un sector de la sociedad argentina –por cierto minoritario- que, invocando el derecho de libertad individual, continúa bailando en la cubierta del Titanic.
La supuesta “pérdida de libertad” a partir del aislamiento dispuesto por el gobierno argentino frente a la pandemia ha sido el lema preferido de los “anticuarentenas”, un eufemismo para reivindicar la “moral” y las “virtudes” individuales por sobre la moral social y las virtudes públicas. De hecho, uno de los “banderazos” -el del 17 de agosto- fue convocado “por la libertad”. Una de sus organizadoras, Patricia Bullrich, la jefa del PRO, aprovechando la fecha, parafraseó al general San Martín: “Seamos libres, que lo demás no importa nada”, quizás insinuando una especie de analogía patriótica entre ellos y el Padre de la Patria, nada menos, intentona que José Pablo Feinnman se encargó de demoler con pocas palabras: “San Martín reclamaba cualquier sacrificio por la lucha anticolonialista. Pero los anticuarentenas no son anticolonialistas. La jefa del PRO actúa de acuerdo con la embajada norteamericana” [1].
Las conductas anticuarentenas fueron muy variadas. Algunas no pasaron del terreno de las lidias verbales: consignas en contra de la “infectadura”, el “virus es el marxismo”, los “zurdos de mierda” y, de paso (siempre es propicia la ocasión), a favor de “que se vaya Ella”. Otras, en cambio, fueron temerarias: escraches a trabajadores de salud, agresión a periodistas de C5N, quema de barbijos, fiestas clandestinas, etc. En cuanto a la creatividad de las protestas, sobró la falta –valga el oxímoron- de ingenio. Sin embargo, hubo una muy creativa (y sarcástica): “la rebelión de los mansos”, leyenda exhibida en una de las pancartas del 17A, en el mismo lugar y en el mismo instante en que una de las manifestantes -refiriéndose al gobernador de la provincia de Buenos Aires- declaraba: “ojalá desapareciera mañana” (¡vaya mansedumbre!). También se firmaron documentos invitando a “acabar con el uso ilegal del terror sanitario como herramienta para someter a la población” (Juan José Sebreli y Gabriel Levinas, entre otros), o a luchar en “contra el miedo y a favor de la libertad” (Luis Brandoni y Maximiliano Guerra, entre otros).
En respuesta a todo ello, se publicaron decenas de artículos poniendo en evidencia que, en tiempos de pandemia, huelga decirlo, el ejercicio de las ciertas “libertades individuales” colisiona con ciertos derechos colectivos, como el derecho a la vida y a la salud, por lo que no voy a abundar aquí sobre ello. Más bien quiero hacer una reflexión acerca de cuáles serían las motivaciones de esas protestas que, entre otras cosas, revelan una colosal insensibilidad social. Para ello voy a incursionar en tal especulación a partir de la lectura de una notable novela de Juan José Saer: El entenado, en la que el autor narra las cavilaciones de un joven marinero español, años después de haber sido capturado y luego liberado por una tribu de indios antropófagos en algún sitio de la costa rioplatense en tiempos de la “conquista”.
Comienzo un resumen de la novela señalando que un error metafísico hacía de esos indios –cuya lengua desconocía el significado de los verbos ser y estar- el centro de un mundo cuya existencia dependía de su propia percepción de lo real: “… eran ellos los que infundían realidad a los otros lugares que visitaban; iban materializando, con su sola presencia, el horizonte incierto y sin forma (…) Afuera, no se sentían en lugar seguro. Tampoco adentro. Las leyes arduas de una gran intemperie, aun en su propio hogar, los castigaban. Es cierto que ellos y el mundo eran una y la misma cosa, pero ese ser único que constituían, en vez de afirmarse por la presencia mutua, se debilitaba a causa de la incertidumbre común (…) Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto. Llamarlos salvajes es prueba de ignorancia; no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad” [2]. Sin embargo, periódicamente la duda ontológica los torturaba. Era el tiempo ritual de la orgía caníbal, seguida del desenfreno y la lujuria (el joven presenció cuando los indios asaban a la parrilla y devoraban a todos sus compañeros de expedición, en una especie de alucinación colectiva de entrega a la comida y al sexo). “De esa carne que devoraban, de esos huesos que roían y chupaban con obstinación penosa iban sacando, por un tiempo, hasta que se les gastara otra vez, su propio ser endeble y pasajero. Si actuaban de esa manera era porque habían experimentado, en algún momento, antes de sentirse distintos al mundo, el peso de la nada” [3].
Diez años después, el joven es liberado en una canoa, al atardecer, río abajo. Al llegar a un pueblo habitado por españoles, se encuentra con un sacerdote que -por curiosidad científica antes que por caridad- le ofrece refugio, a cambio de que aceptara ser interrogado. Al principio le cuesta recuperar su lenguaje, hasta que luego de siete años aprende a leer y escribir, logrando reinsertarse nuevamente en su mundo, no sin dificultades. Sin embargo, cuando presiente que le quedan pocos años de vida, sesenta años después, vuelve la vista atrás, hacia esa tribu caníbal y se decide, por fin, a narrar la historia vivida con esos indios que nunca dejaron de ocupar su memoria y a quienes, además, les debía la vida. Es interesante ir en la narración al momento de su liberación: “Me habían preparado una canoa cargada de comida que se balanceaba en la orilla. Divididos entre la voluntad de abrirme paso y de hacérseme presentes, los indios se agitaban con gestos contradictorios que instauraban un desorden ruidoso en la muchedumbre (…) Los últimos metros los atravesé casi en el aire, soliviantado por brazos fuertes y ansiosos, hasta que me encontré sentado, como por milagro, en la canoa. Casi al mismo tiempo, varios indios, entrando en el agua, la empujaban río abajo. (…) Muchos corrían por la orilla, gesticulando hacia la canoa. Uno se zambulló y se puso a acompañarla a nado (…) Yo me aferré por fin al remo, para orientar mejor la embarcación. A medida que me alejaba, lo que transcurría ante mis ojos iba ganando sentido en vez de perderlo” [4].
Es difícil no encontrar en El entenado una metáfora del hombre (de todos los hombres) y su mundo (de todos los mundos) en su complejidad y diversidad, especialmente de aquellos hombres y mundos más lejanos, más desconocidos, más enigmáticos. A los efectos de la presente nota –que, como se señaló más arriba, pretende reflexionar acerca de cuál sería el móvil (ideológico) de los que reclaman por la pérdida de libertad- lo antes señalado es medular, teniendo en cuenta que todavía hay gente que se pregunta si la realidad existe más allá de sus narices, si el mundo es más allá de su imaginación. Como no es fácil responderles (¿qué se les podría decir?), esa gente sigue rezongando por la “pérdida de libertad individual” –un lema propio de su cosmovisión burguesa-, mientras que en la Argentina hay otra gente que no come, que no tiene un techo, que no tiene trabajo y, encima, que en la pandemia no puede ver a sus hijos, sus padres o sus abuelos, y ni siquiera puede despedir a sus muertos. Quizás solo se le podría decir –aunque difícilmente escuchen- que llamar salvajes a los indios “… es prueba de ignorancia”, como dice Saer; o que lo que ordena la moral burguesa es el egoísmo, como dice Max Horkheimer; o que “la patria es el otro”, como dice Cristina.
Con la agudeza que lo caracteriza, Alejandro Dolina señala al respecto: “¡Qué angustia! ¡Me siento frustrado por la falta de libertad! Mentira, si todo el mundo sale y hace lo que quiere. La frustración personal, la de los pequeños burgueses, me parece una cosa de la que no vale la pena quejarse demasiado (…) Al lado de la gente que se muere me parece un pecado extrañar esas bagatelas. Pude haber dicho cómo extraño jugar al futbol o tomar una cerveza con mis amigos en algún momento, pero yo regalo todas las cervezas de mi vida con tal de que no se muera nadie” [5].
[1] https://www.pagina12.com.ar/285350-la-libertad-y-la-pandemia
[2] Saer, J. J., 1983. El entenado, Folios, Buenos Aires, pp. 119-125.
[3] Ibídem, p. 129.
[4] https://www.pagina12.com.ar/285350-la-libertad-y-la-pandemia
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