Un periodista y escritor enorme, además un amigo, como Alejandro Ippolito y las palabras justas para Diego

Después de que han inundado el espacio las palabras urgentes, los lógicos desgarros, el desfile de deudos encolumnados en las calles de el mundo entero, la palabras oficiales y las lágrimas populares; entiendo que nada más puede decirse.
No hay canto de bardos y juglares que puedan ser justos con la dimensión de sus hazañas, no hay forma de atrapar en una estrofa la estatura colosal de este prodigio.
No diré que era un héroe, un guerrero, un regalo del Olimpo o un dios, no voy a otorgarle esos límites injustos.
Pero necesito dejar en este momento una reseca ofrenda en la pantalla, como un altar pagano que recuerde lo perdido, lo irremediablemente perdido.
Y es por eso que solo me atrevo a compartir la imagen que me llegó en un sueño, como nos encuentran esas cosas que queremos explicarnos frente a nuestro espejo.
Ocurre en un vestuario, sin ornamentaciones ni lujos, un simple recinto con percheros de madera, bancos que no aseguran su firmeza y pisos desparejos de baldosas ausentes.
Diego está allí, inclinado, atándose los botines pausadamente. Yo también estoy allí, a su lado, y sin embargo no me detengo ante el milagro.
Lo observo. La camiseta con los tonos del cielo no está impecable, tiene manchas de tierra y sangre, está rasgada con heridas de otras batallas. Puedo ver como por debajo, en su espalda, asoman algunas plumas grises y mugrientas que rozan la tela del pantalón oscuro. No me sorprenden sus alas contenidas, plegadas, arrugando el número diez grabado a fuego sobre la celeste y blanca.
Mientras demora el nudo del botín izquierdo, sin mirarme, me anuncia:
– Son dos tiempos de treinta.Pienso que es muy poco, demasiado breve para un partido tan importante. Como si supiera lo que estoy sintiendo, me confiesa:

– A mí también me parece poco y no hay alargue.

Se pone de pie, nunca había visto un gigante tan pequeño, tan temerariamente frágil. Las medias están bajas, sin canilleras, ya nadie puede lastimarlo. Tiene el rostro de ese pibe que soñaba en el potrero con ser campeón del mundo y ese sueño exagerado de la infancia hoy me parece que se ha quedado corto.
Se escucha un griterío inmenso que viene desde una aparente lejanía, hay una multitud en alguna parte que endulza el aire con su nombre: Diego.

– Son dos tiempos de treinta – repite – una lástima.

Sale del vestuario y siento que acabo de perder algo. Se escucha el sonido de los tapones que se pierden por el pasillo rumbo a la cancha. No hay ninguna luz al final del túnel porque él es la luz.

A los sesenta, clavados, suena el silbato y termina el partido. Ni un minuto más.
El estadio está en silencio, todos miran hacia arriba buscando vaya a saber qué consuelo imposible.

En un rincón del arco, dormida contra la red, una pelota llora su soledad.

…alejandro ippolito

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Lo que acabo de ver es..
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